Comentario
Tampoco sorprenderá demasiado que la década de los setenta, tiempo del obispado pacense del inquisitorial y dogmático Diego de Simancas (1569-1578), fuera la de la decadencia, la vejez, el taller, los encargos de retablos lejanos (1572, el de San Felices de los Gallegos, Salamanca; 1575, el hoy en San Salvador de Elvas, en Portugal; 1580, los retablos de las Capillas Santillán y Ovando en la iglesia conventual de San Benito de los caballeros militares de la cacereña Alcántara), y algunas deudas documentadas, a las que se sumarían actividades de compraventa de solares y tierras de labor; sería también ésta la década de la ausencia de encargos -no digamos mecenazgo- episcopales; el donante de la Crucifixión del Museo de Valencia no puede ser el nuevo obispo, fiscal inquisitorial del mismísimo arzobispo Carranza, don Diego de Simancas (1569-1578) -como se ha solido afirmar- si comparamos su retrato con el del retablo del Espíritu Santo, de la Capilla de la familia de los Simancas, que pintara Pablo de Céspedes en la catedral de Córdoba. Los tiempos habían cambiado desde los años cincuenta, acentuándose desde la conclusión del Concilio de Trento, en 1563, el control de las prácticas religiosas en busca de las más estrictas de las observancias de la ortodoxia, impuesta por la autoridad eclesiástica romana y, en segundo lugar, local. El ambiente de apertura y permisividad a las novedades se había cerrado paulatinamente en Extremadura, como en otros lugares, y las acusaciones de la década de los setenta de ser herejes alumbrados los evangelistas, los erasmistas o los modernos, no dejan lugar a dudas al respecto. El estricto canonista don Diego de Simancas, férreo fiscal y escritor prolífico de tratados contra los herejes, sería en definitiva el más conspicuo representante de esta tendencia de la contrarreforma eclesiástica española, que buscaba instaurar de nuevo la uniformidad más total en las prácticas, siempre comunitarias y públicas, y la ortodoxia más absoluta en la vida religiosa y en la moral de los fieles cristianos. También, como era de suponer, se incrementó el control de la imaginería, como parte importante en la práctica de una religión católica que se distinguía precisamente de la protestante por su defensa del valor tanto de las imágenes sagradas como de las reliquias, y la forma de ellas resultaría también condicionada.
Lógicamente, la realidad negativa de la circunstancia y la biografía del Divino comenzaría a compensarse con la mitificación; habría sido llamado Morales por Felipe II para pintar en el monasterio de El Escorial, en imprecisa fecha, en la compañía de los famosos Juan Fernández de Navarrete el Mudo, del internacional El Greco, de los italianos Luca Cambiaso, Federico Zuccaro y Pellegrino Tibaldi; buen vasallo de su señor, habría aparecido rodeado de gran fasto y servido más devotamente al monarca, aunque no haya quedado ni rastro artístico ni documental de su comparecencia en el monasterio jerónimo, y habría partido recompensado en lo material y con el favor personal del Rey.
Sería finalmente la década que se cerrara con el hallazgo del artista, por parte de un Felipe II camino de su nuevo reino de Portugal en el verano de 1580, muy viejo y muy pobre, necesitado de la ayuda económica del monarca coleccionista y protector de las artes, en imagen casi romántica que nos ha transmitido el biógrafo del siglo XVIII Antonio Acisclo Palomino; situación y visita ante la que habría reaccionado Morales con el gracejo del artesano añoso y despierto que redondearía la visión mítica de un artista: "Muy viejo estáis, Morales", habría dicho el rey, para recibir la contestación modesta del pintor: "Sí señor, muy viejo, y muy pobre". El monarca le habría asignado entonces de las arcas de la ciudad doscientos ducados para comer..., ante lo que habría replicado el artista: "Señor ¿y para cenar?", para que Felipe II le hubiera otorgado, comprensivo, otros ciento.
Pero al margen de la diferencia de calidades en los productos de una y otra década, justificada por el diverso medio en el que plasmaban las imágenes para la meditación privada o la enseñanza y el rezo públicos, la estructura narrativa de los retablos no podía cuadrar con el más característico estilo de Morales, como no convenía a su arte la visión desde lejos. Aparecen ahora los fondos de paisajes y ruinas, con cielos bajos, pero en construcciones en las que el espacio no interesa y la representación de los escorzos de las figuras falla; las figuras se acartonan y enrigidecen, los gestos se endurecen, los rostros se estereotipan, los modelos -de Alejo Fernández a Alberto Durero, Martin Schongauer, Rafael de Urbino o los más modernos de Hendrik Golzius se multiplican y, a tenor de los grabados en que se inspiran, se nos presentan como composiciones absolutamente anticuadas o por contra sometidas a una puesta al día. A pesar de las novedades de última hora y fresca tinta de estampa, el arte de Morales seguiría hasta el fin de sus días fiel, y anclado en la tradición de su propio saber, a ciertas fórmulas que le eran propias, aunque su mano temblorosa le impidiera cada vez más dar aquel toque final sutil a sus tablas, que hacía que el cabello de sus figuras asemejara hilos de oro mecidos por un soplo de aire. Quizá la producción masiva de historias para retablos fuera también una salida ante la decadencia física, artesanal y artística del ya envejecido maestro.
No podía ser de otra manera el fenómeno terminal y retablístico si el cliente del retablo de Higuera la Real exigía una y otra vez, a tenor de los propios documentos, que las figuras fueran de la mayor altura que pudiera caber, conforme al dicho tablero, despreocupándose de exigir otro tipo de requisitos. No obstante, algunos rasgos moralescos lógicamente se mantienen: la irrenunciable aunque innecesaria descripción del pormenor, la belleza y dulzura de los rostros de María, la elegancia de algunos movimientos femeninos, la brutal fealdad de los sayones, el patetismo exacerbado de los Crucificados. Allí también permanecieron porque en ellos radicaba el éxito de Morales, viejo y nuevo, ingenuo y culto, siempre piadoso y excelente artesano de un amplio taller, que pudo sobrevivirle y proseguir una ruta inercial gracias, más que a sus propios hijos Jerónimo y Cristóbal de Morales, a su principal discípulo, colaborador y seguidor, Alonso González, pero un éxito que se basó sobre todo en el medio renovado de la tabla o el tríptico de devoción privada, como atestiguan el hecho de que todavía en 1591 salieran cuadros de Badajoz, camino de Avila o Sevilla, las innumerables copias de sus obras, y su fortuna artística, viva hasta mediados del siglo XVIII entre los coleccionistas de pintura y piedad.